En los últimos años he tenido la suerte de
trabajar en gimnasios a los que acude una población muy heterogénea: desde
jugadores de rugby, jóvenes que hacen algo por estética, hasta adultos mayores
con déficits de fuerza, equilibrio y alteraciones posturales, cardiológicas, entre otras.
Trabajar
con poblaciones diferentes en un mismo contexto es complicado. Es necesario
conocer muy bien aspectos fisiológicos específicos de cada caso para poder
programar el ejercicio de la mejor manera y así brindar soluciones y alcanzar
objetivos.
Pero
más difícil que esto resulta lidiar con aspectos que tienen que ver con la
educación de cada uno de ellos. Los desafíos más grandes a los que me enfrento
a diario en mi trabajo, tienen que ver con la poca o nula información que
tienen mis alumnos sobre el cuerpo y su cuidado y ni qué decir de las
concepciones erróneas del entrenamiento.
Me
preocupa cuando mis alumnos me comentan las barbaridades sin fundamento que
leen en las revistas sobre dietas y ejercicio; los malos consejos que han
seguido por presión de instructores sin formación alguna o los cuadros
depresivos que presentan algunos, fruto de los complejos y fracasos al
perseguir el cuerpo perfecto que nos venden permanentemente.
En
estas situaciones es cuando no puedo eludir mi rol como educadora. No basta con
programar el ejercicio, diseñar rutinas y controlar los progresos a nivel
físico, pues hay un aspecto fundamental por solucionar: la educación.
Enseñarles no solo a moverse, sino que sepan por qué es bueno hacerlo;
transmitir saberes que puedan tener a disposición por fuera de la clase para
tomar buenas decisiones en relación a su cuerpo, la alimentación, el ejercicio
o el deporte. Un saber que les otorgue poder de elegir y no dejarse engañar por
el marketing y las propuestas superfluas, vacías de sentido. Este es el
componente principal de mi trabajo y la dirección que debería tomar la
educación física, aun por fuera de los límites de la escuela.
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